Seis
Cuarto día. Era la una de la tarde y llevaba desde las siete esperando la fiesta que habría en la noche. Pensé en qué ropa usar desde que me desperté con el cuello adolorido de la terrible noche que había acabado de pasar. Para mí vergüenza conmigo mismo solo había empacado un atuendo lo suficientemente formal para el evento, pero mi poca astucia no dudó en decorarlo con el color correcto de moño y las demás nimiedades que hacían de cada traje un traje diferente. Pasado el almuerzo de nuevo en la misma sala pero finalmente lejos de los esposos Gilburg, y en el que no vi más rastro de la muchacha misteriosa a quien le preguntaría el nombre, nos fuimos a tener la ya tradicional charla post-banquete en las carpas de cubierta.
Mi poca concentración en el momento y la alta en buscar a una mujer que fácilmente podría ser una serie de alucinaciones orínicas me hizo dejar pasar con silencio una pregunta en la que el silencio implicaba vergüenza para mi abuela. Nunca supe qué pregunta era, pero sí supe muy bien todo el regaño en la habitación mientras me ponía mi mal precalculada vestimenta para ir a socializar.
—Vete ya que yo me quedo recostada mientras vuelves —ordenó finalmente mi abuela.
Cuando salí de la habitación me encontré con la espalda de dos desaliñados pasajeros que tenían todo el aire de ir a la junta. Pensé que estaban muy relajados para el encuentro y que pasarían vergüenza contrastando con el resto.
Como no podía ser de otra forma, el único que parecía haber sido invitado a un matrimonio fui yo. Observé una masa de sandalias y pantalones cortos que le faltaba poco para estar apeñuscada desde el balconcito. No tuve de otra que bajar y buscarla.
Después de unas cinco conversaciones triviales supe que ella no estaba ahí y luego de un par de minutos de silencio solitario en medio de la algarabía, subí las escalas dejando atrás un corrillo de personas viendo cómo un hombre de barba acertaba el quinto dardo en el centro de la diana, entre ellos Gilburg quién era particularmente ruidoso y entusiasta, llamando "mi amigo" al experto en flechitas. No me dí cuenta de lo enrarecido que estaba el aire allí dentro hasta que pasé el umbral de la salida.
Ya daban las cinco y media y sin nada mejor qué hacer me dirigí a cubierta inercialemente para ver el cielo. Allí estaba ella.
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