La mala

 Érase un martes 2 de abril. Después de tomar el metro al centro 5 minutos tarde, cuyo horario era justo en el que todos los trabajadores, obreros, empleados responsables ya iban camino a sus deberes mientras los impuntuales íbamos en un tren relativamente vacío donde al menos cabía el aire a respirar entre nosotros, aunque esta vez se acababa rápido dadas mis hiperventilaciones ansiosas a causa del despido inminente, al que aún me dirigía con pasos firmes y apresurados disimulando los 3 cominos viejos en mi bolsillo que me importaba pasar por el umbral antes de las ocho en punto, fresco y sereno, finalmente llegué a no encontrarme con las cejas alopecias y la frente arrugada de mi supervisor, quien resaltaba por su ausencia a diferencia de un corrillo acompañado por lo que parecía medio vaso desechable de café volcado en el piso reluciente por milagro en contraposición al alto tránsito de endeudados y burócratas sucios que caminaban diario hasta tarde de la noche.

El estrés de los desechables arrugados y sudados en las manos frías de todos los empleados del piso, y un par del de arriba, llamó mi atención. Después de todo, mi trabajo como conciliador para los embargados de sus hogares exige que mi naturaleza inexistente de empatía salga a relucir falsamente, y me pagan (pagaban) por ello. Es por eso que también mi presencia alertó al pequeño tumulto localizado cual tumor y lo desplegó de improviso hacia mí, mi maletín con 5 hojas de papel, 2 de ellas en blanco que solo servían como excusa para ser portadas en cuero barato, y mi traje que rogaba a Dios no se notara su obvia suciedad. De una breve algarabía solo pude comprender "Nos tenés que ayudar, Claudia está en el odontólogo". Un silencio de 5 segundos y mi labio sudoroso y confundido dieron a entender que las dos mocas del basurero estaban más enteradas que yo de la situación y procedieron a notificarme todo detalle con nula paciencia y absoluta insolencia hacia un tipo que no tenía nada que ver, pero que llegó a lo último.

Treinta minutos después mi rostro no reflejaba la urgencia, importancia y responsabilidad simultáneas asociadas a informarle a una compañera de trabajo (Claudia) que bien conocido por todos y querido hermano había estirado la pata.

Mi indiferencia disfrazada de perplejidad era causada por la simple razón de que me importaba un bledo. Y aunque el tumulto solo esperaba por mi respuesta ante la situación, mi ánimo solo se vio afectado cuando el bastardo de mi supervisor entró campante y bonachón, disimulando su impuntualidad (no supervisada por nadie) saludando jovialmente a su productiva, productiva y apreciada oficina.  Aunque suena a que me enfurecí con él, no era algo que me pudiera permitir en mi posición de empleado. En cambio, abandoné de un salto el asiento en el que me habían acorralado y entre balbuceos ininteligibles, quitarme la corbata y lamentarme contra un muro aproveché la confusión del supervisor hacia el corrillo para abandonar el edificio, tan solo diciendo a la salida: "¡Tengo que pensar!" y tras cuatro pasos, dos de ida y dos de vuelta: "Le diré, pero tengo que pensar" asegurando así regresar aún con un contrato a término fijo.


El sol ardiendo tras las nubes, haciendo de un día que debía ser un frío, un bochorno medianamente soportable, calentaba las suelas de mis zapatos viejos pero bien parecidos, mientras daba vueltas entre la algarabía de la mañana del centro de la ciudad. Pasando por monumentos vandalizados (y con razón) maquinaba cómo iba a ganarme el buen favor de mi jefe y compañeros quienes me enmisionaron con una tarea imposible: fingir empatía. Espero no ser malinterpretado, considero hacer a la perfección mi trabajo como mediador 'el diálogo respetuoso y asertivo es mi mayor fortaleza' dice mi CV a excepción de un par de quejas por mes, parezco ser el mejor empleado del lugar, si todos los problemas que resuelvo los causan los demás...

Ya por la quinta repetición de mi recorrido citadino el aullido continuo de un millar de personas  se me hacía más insoportable que los cayos que me estaba produciendo mi calzado incandescente en un área no sólo reducida sino ahogada por la altura de los edificios viejos y feos. En un intento de ser lógico y sensato pensé en buscar un psicólogo caro en la cuadra de los consultorios y llevarlo a la oficina donde probablemente ya estaba entrando la hermana del difunto, pero aunque la empresa supliera mi tacañería  me haría ver como un facilista indiferente, así que tenía pocos minutos para encontrar las palabras para no pasar de un luto a un suicidio. De lejos esa sería la solución más modesta.

Cada paso que puse delante del otro me traía un nuevo pensamiento, ideas acompasadas y desesperadas, rítmicas y ofuscadas. Cada calle presentaba una solución "Lleve la pomada indígena de plantas ancestrales, para iluminar la mente y definir la sabiduría". Una untada en la frente de la misteriosa sustancia y tendría la respuesta a mi misión y la valentía para abandonar el trabajo. ¡Patrañas!

Cuatro segundos esperando el semáforo y se me presentaba la siguiente candidata a solución al otro lado de la calle. Un hombre reparte tarjetas con el dibujo de una bruja igual a él, en sepia e impresión barata "Lectura del tabaco, el chocolate y la bola de cristal. Bendízcase. Amarre. Maldiga. Por muy poco precio en tan solo 15 minutos" Una visita a la bruja y podría asegurar la buena recepción de la tragedia y robarle el puesto al supervisor ¡Patrañas! y en el reverso de la tarjeta: "Un hechizo por sesión paga".

Otro semáforo. Otra cebra. Otro motociclista imprudente. La calle de las prostitutas "¡Hey lindo! Te puedo quitar todo ese estrés que traes con esto" mientras secaba su teta izquierda de un vestido barato. Tener ese poder de persuasión es todo lo que necesitaba en ese momento.

A dos calles de la oficina a la que ya era hora de entrar según me indicaba el sofoco del aire de las 11, se me presentaba la última candidata. Un grupo de hippies predicando el amor con la vía a la felicidad, uno de ellos solo intentaba pues tenía la lengua demasiado dormida para decir cualquier cosa. Un discurso cristiano primitivo revendido por las disqueras del siglo pasado que por alguna extraña razón resultó ser más aceptado que cualquier sacerdote pederasta que promulga lo mismo. 

A lo mejor una milenaria bien conocida era lo que necesitaba para solucionar mi dilema. Aceleré el paso decidido a entrar en 2 minutos a dar la noticia con el estilo de los hippies, hasta que el último de ellos se me atravesó en el camino: "¡El amor te da la vida, hermano!" ¡PATRAÑAS! Cómo le iba a llegar con semejante perogrullada a destrozarle el corazón a una mujer (que por lo demás todos insistían en que era muy joven, pero yo sí pensaba en sus aurículas).

Después de congelarme 3 minutos a pensar sin parpadear, brinqué cual escopeta detonada y fui mecánicamente a comprar un blazer de dama, un perfume pirata y una máquina de afeitar, para ejecutar la mejor solución posible en el acto. 


Aunque Claudia reaccionó con total serenidad al enterarse de que su hermano había sido brutalmente descuartizado y parcialmente desollado, y que habían encontrado su cabeza sin un ojo a 300 metros del cuerpo, a nadie le pareció aceptable la presencia de quien evidentemente era una prostituta disfrazada de coach emocional, pues el tatuaje con tinta barata de su pantorrilla la delató ante Eugenio, que la había contratado para su despedida de soltero y que habitaba en el mismo burdel en el que aún buscaba a su puta favorita. Incluso, antes de reunirme con mi jefe, Claudia se me acercó para darme las gracias "Tu idea me ha servido de mucho, en verdad te agradezco. Pero la próxima en vez de buscar en esa calle podrías llamarme."

Finalmente me hicieron presentar carta de renuncia "por obvias razones" mientras me mostraban mis memos por impuntualidades, así que al no ser por mala convivencia con mis compañeros, quejas o mal trabajo, ni mi ingeniosa idea de la mañana, me consideré buen servidor. Y así obtuve mi primer día de 6 horas laborales.


Ayer, dos años después del incidente, mientras atendía mi negocio independiente de comidas rápidas, en el que ya gano casi lo mismo que en mi trabajo de ese entonces, se acercó Claudia con un novio notablemente joven y que fácilmente cabría doblado en uno de sus voluptuosos muslos. Después de comer y se acercó a pagar. En una corta conversación en la que le informé que era la primera vez que interactuaba con alguien de la empresa después de haber salido, intercambiamos novedades y números de teléfono. Una extraña aura sensual rodeaba sus gestos y palabras y su compañía se estaba haciendo demasiado larga, mas el muchacho fingía esperar pacientemente y se mantenía lejos de la conversación estando a un metro de ella. Cuando de repente decidió despedirse agarró al chico de la cintura con tal fuerza que de no estar su monumental cuerpo para recibirlo habría volado varios metros y tras un adiós neutral, le pregunté protocolariamente si  deseaba añadir el servicio al pago. A su negación respondí "Qué mala" y ella con tono pícaro me dijo mirándome fijo a los ojos y con la mano en el escote unas palabras que hicieron sonrojar al muchacho: "Siempre he sido mala, por eso maté a mi hermano"

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