No le dijo a nadie a donde se dirigía
No le dijo a nadie a donde se dirigía. Caminaba con la chaqueta de cuerina gruesa a través de las frías, húmedas, oscuras calles de adoquín. A decir verdad tampoco sabía a donde iba, tal vez con suerte encontraría algo interesante; un charco con forma, una mujer con un bebé, una anciana en medio de la tempestad o un expendedor de cocaína. Fue la más extraña lluvia que había presenciado desde que había llegado. En menos de 5 segundos ya había andenes inundados y en poco tiempo solo faltaba un minuto para que ya no hubiera más agua por caer. Verdaderamente no se acostumbraría nunca a ese clima. Fue esa reflexión la que le hizo entender que tampoco encontraría un expendedor de cocaína.
Fuera de su hogar estaba solo, cada cierto tiempo se cruzaba con alguna persona, pero eran como fantasmas, a pesar de que se preguntaba que hora sería, no se atrevía a intentar saber. Ni con suerte estos extras del urbano entenderían su propósito, hasta se planteaba que lo atacaran. A pesar de la enajenación con estos sujetos se preguntaba quienes serían, de dónde venían y hacia donde iban, pero no uno por uno, sino en conjunto, como si fuera la misma persona una y otra vez.
Recordó que no sabía a donde iba y que ahora que se percataba, tampoco sabía volver a la estancia, no sabía donde quedaba. Si quería volver debía empezar a divagar en reversa ahora mismo. Pero no lo hizo.
Recordó que se sentía solo. Quería alguien que lo acompañara yendo hacia la nada. Alguien a quien amara. Alaia. Que no estuviese caminando sin rumbo, sino que estuviese caminando con Alaia.
Entonces se detuvo justo antes de chocar contra un muro, se vió como si esa fuera su intención. Pero tuvo suerte de percatarse de su existencia y de la del muro. Había un ladrillo quebrado en medio de la pared. Tenía mucho tiempo de estar así, pues los ladrillos de arriba ya se veían desalineados. Se le ocurrió ver por sobre la parte desnivelada. No había nada, era un lote vacío limitado por cuatro muros iguales menos por el que estaba frente a él. Tenía unos bloques que parecían tapar lo que alguna vez fue una ventana. Pero no había nada que tapara una puerta.
Siguió deambulando sin ver mayor cosa. Hasta que amaneció. Esperó a que se iluminara el cielo por completo junto a la terminal de buses. Tomó el bus que decía el nombre de la estancia. En el camino se cruzó con una parte del trayecto de la noche anterior. Vió el lote. Había un vagabundo caminando junto a la pared con el desnivel. Se bajó en el paradero más cercano al inquilinato. Entró sin cruzar palabra con alguien. Se acostó y durmió.
22/11
Soñó con el vagabundo. Una vez pasó cerca de él desde el bus él le miró y ahora podía ver a través de los ojos del vagabundo. Podía sentir ser el vagabundo. Sintió hambre, dolor en los pies, frío y peso de todo el cuerpo más lo que cargaba en la espalda. Miró el desnivel. Puso la mano en la pared y con naturalidad abrió el muro como una puerta. Adentro estaba su habitación de la niñez, su cama con edredón de caricaturas y la lámpara de lava roja. Volvió a ver la puerta y era de ladrillo y concreto. La cerró. Descargó lo que llevaba consigo, se quitó la chaqueta empapada y se sentó en la cama para quitarse los zapatos mojados. Le dolió quitárselos, pero ya hecho eso se recostó y se cubrió con la cobija. Cerró los ojos y sintió el descanso. En su frente se fundió un beso de su madre y su voz deseándole buena noche. Cuando abrió los ojos para verla solo consiguió la humedad del techo y el olor a viejo de la habitación y a múltiples desayunos en el piso.
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